Este disco suena como Princesa Iballa en 1984. Princesa Iballa es una urbanización de unos 40 bloques de cuatro pisos sin ascensor y dieciséis familias por bloque, encerrada entre la Carretera General Santa Cruz - La Laguna y los cuarteles de la Avenida de Ingenieros. Todavía se puede ver la placa con el yugo, las flechas y no se qué leyenda del instituto nacional de la vivienda haciendo mención a su condición de viviendas de protección oficial en la puerta de alguno de ellos. Debe ser una de las zonas con mayor densidad de población de Tenerife. Trescientas y pico mil pesetas, "fueron las últimas que se vendieron baratas antes de la crisis del petróleo" (la de 1973), "era un pisito muy agradable", es lo que suele añadir mi padre cada vez que alguien hace mención a nuestra antigua casa.
Obras y coches abandonados sobre bloques de construcción como dormitorios improvisados, y muchos bares, el de Horacio, el del herreño, el que tenía el futbolín en la acera, la hamburguesería Ilusión, el bar Manila, con cortina, luz roja en la puerta y un horario diferente, el Bar Nuestro, el de Ingenieros y unos cuantos más, en 200 metros de calle.
Abajo, en el cruce, el bingo Aspronte, grandes neveras para aquellas señoras que habían aprendido ya la lección, primero hacer la compra y después jugarse lo que quedaba. Rondaban siempre por allí hombres con sus babas y sus ojos que decían intercambio dinero por un alivio rápido, dispuestos a enseñarla y a dar una segunda oportunidad a quien había equivocado el orden y no había tenido suerte con los cartones.
Un señor gigante con los dientes destrozados, bigote mejicano y una enfermedad degenerativa que le impedía hablar y moverse con normalidad atendía a veces en el estudio fotográfico. Asustaba, aunque lo conicieses, y cuando le pagabas te decía "¿a qué esperas?" y yo decía "la vuelta". Entonces alargaba su mano de gigante con extraños bultos en todas sus articulaciones, me apretaba el cráneo y me hacía girar 180 grados y se reía. Era bueno jugando al ajedrez. Otro señor, cuyo aspecto duplicaba a su edad, ojos hinchados y piel del color del vino, golpes en el mostrador pidiendo otro vaso, siempre enfadado, alcoholizado, lo creíamos inmortal. Como también lo era aquel al que llamábamos El Pegamento, siempre con su bolsita, para un lado y para otro, con muchos pantalones y camisetas puestos uno encima del otro.
Descampados, jeringas, pero también restos de revista porno que escondíamos para reutilizar. Don Hiliberto con sus prismáticos, asomado a su ventana, siempre oteando las de la pensión que alquilaba habitaciones por horas al otro lado de la carretera general. Mi vecina, nada agraciada, anunciando, reemplazo tras reemplazo, que se casaría con el "machaca" que paseaba de la mano en cuanto él acabase la mili y volviese de la península, de ver a sus padres. Ninguno volvió. Las baldosas rotas enfrente de Don Paco, justo donde cayó aquel señor del bloque 6 que no aguantaba más. Y el que decidió ahorcarse en los árboles de detrás del mercadillo.
Mi padre era militar, un día escuché como le decía a mi padrino, que venía de Madrid un par de veces al año, "cada vez que sé que voy a llegar tarde a casa cargo con la pistola por si acaso". Niños sin camisa desplegando la violencia que traían bien aprendida desde casa, el Guelillo bajando las escaleras que daban a la calle de abajo con su Montesa 360 para escapar de los monos. Los tres pibes que siempre pasaban charlando animosamente, dos caminando y el otro metido en una vieja carretilla que hacía de silla de ruedas, las mantas que lo cubrían hacían que solo fuese visible su mitad superior de cuerpo, siempre me preguntaba por dónde estaría seccionado aquel tipo. También aquella madre que gritaba a su hijo "¡escóndete!, ¡que tu padre te está buscando!", ya sabía lo duro que podía ser su marido.
Y entre todos aquellos estábamos nosotros, los de la placita, pasando miedo e intentando dar miedo, pero siempre en la calle, justo en aquel momento en que, recién pasada la decena de años, cambiábamos las guerras de piedras y de tártagos por fumar colillas y escupir en el suelo, las pelotas por los cojones. La Heavy Metal, Eddie en el pecho de nuestras camisetas, y también la Dojo para aprender a pelear. Patadas en el esternón, Nunchakos hechos con palos de fregona, muy larga la cadena chaval, repetía el Pichirolo. Tomándonos la justicia por nuestra mano, enfadados, contra todos, palitos en las cerraduras y mierda de perro extendida en las persianas de las tiendas que no nos dejaban sentarnos por fuera, bolsas de basura volando y entrando por las ventanas abiertas de los primeros pisos, meadas desde el puente de la autopista. Nuestros primeros pasitos...
Así, enferma e inolvidable, desesperada e imperfecta, impactante, tensa y cruda sonaba la Princesa Iballa de entonces, que ya solo existe mitificada en nuestros recuerdos. Ahora la basura se coloca en contenedores y no forma la inmensa montaña que se divisaba nada mas entrar en la calle. Pocos discos suenan en mi cabeza como este que cocinaron, sobre papel de plata, Javier Mª Almendral, Germán Sánchez y Paco "Serrucho" Cárdenas con la ayuda de Juan Bullón "Johnny" en algunos coros y de Carlos Desastre en la composición de un par de temas.
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